Justo Suárez: mucho más que un boxeador
Por Damián Giovino (@DamianGiovino)
Nació y se crio en la miseria. A fuerza de esmero y talento logró cambiar su realidad, volviéndose millonario y un fenómeno social, pero sin nunca olvidarse de sus raíces ni perder su esencia. Fue el primer ídolo popular deportivo de Argentina. Las marginadas clases bajas veían cómo uno de los suyos salía de la pobreza para triunfar y ser admirado y querido por todos los estratos. convocaba multitudes inusitadas. Llegó a una cúspide muy alta, pero de ahí su caída fue estrepitosa. Terminó pobre, solo y tuberculoso. Su vida fue de una vorágine extrema y duró apenas 29 años, pero su legado es eterno. Julio Cortázar le dedicó un cuento. La historia de Justo Suárez, el ´Torito de Mataderos´, mucho más que un boxeador.
Procedente de un sustrato social humilde, se crío en el seno de una familia de escasos recursos, siendo el decimoquinto hijo de 25. Creció en el barrio de Mataderos, donde desde muy pequeño le hizo frente a la vida, teniendo que madurar a la fuerza: desde los nueve años ya trabajaba para aportar un poco de dinero a su casa. Fue lustrador, canillita, curteador, trabajó en el Matadero Municipal y Mercado de Hacienda para recoger la mucanga (restos de las vísceras de las vacas). A corta edad Justo ya sabía lo que significaba el valor del esfuerzo en pos de modificar, aunque sea mínimamente, una situación lacerante para intentar progresar. En paralelo, ese nene, dócil, sencillo, humilde y muy trabajador, ya había descubierto el boxeo: en un improvisado ring en el fondo su casa, en la calle Guaminí, empezaba a tirar sus primeros golpes, sin demasiada ortodoxia.
A los 10 años ya estaba metido de lleno en el boxeo, deporte prohibido por esos años en Argentina. Así se ganaba unos pesos extra peleando en festivales en cualquier sitio de la ciudad en que se le presentaba la oportunidad. Sin ninguna técnica depurada, Justo empezó a llamar la atención por su estilo arrollador con el que castigaba duramente a sus rivales. Comenzó a realizar contiendas en lugares concurridos dentro del clandestino mundillo boxístico. Fue así como lo descubriría un importante personaje: José Lectoure, quien sería, junto a Ismael Pace, el creador del emblemático Luna Park. “Vos peleás a la criolla, tenés que aprender. Yo te voy a enseñar”, le dijo. A partir de allí la carrera de Justo entró en un meteórico ascenso. Peleaba donde sea, contra quien sea, cuando sea, y nadie lo vencía.
Pelea tras pelea fue ganando prestigio y reconocimiento, arrollando a cada oponente que se le ponía enfrente. Pero la inmensa popularidad de Justo no creció a pasos agigantados solo por lo que hacía arriban del ring, sino por el profundo mensaje que su figura transmitía, convirtiéndose en un ejemplo de superación. Ningún rival le propinó más golpes que la vida, pero él los recibió, se los bancó, y siguió adelante. Salió de la miseria más absoluta, y, a través de su dedicación e ínfula, logró cambiar su realidad, pasando de Mataderos a Estados Unidos, a poder comprarse autos lujosos, vestirse con muy buena ropa; pero sin nunca jamás olvidarse de sus raíces, y sin perder su esencia y humildad. Además, por ese entonces en Buenos Aires el boxeo era un entretenimiento de la “gente bien”, que iba a restaurants y confiterías pitucas para beber champagne y disfrutar de las peleas. Por eso gran parte de la sociedad se sintió identificada con su historia y generó con él una entrañable empatía, convirtiéndose en el primer ídolo popular deportivo que tuvo Argentina. Por primera vez, las ignoradas clases bajas veían cómo uno de los suyos salía de la pobreza para vivir con todas las comodidades. ´El Torito de Mataderos´ era un fenómeno social, y sus peleas convocaban multitudes inusitadas, que acudían, en decenas de colectivos y camiones, casi que como feligreses a una misa, pero lejos de ver un cura en una iglesia, veían a un semental arriba de un cuadrilátero. Era un boxeador guapo, decidido, impetuoso, siempre iba hacia delante y arremetía a sus rivales con la fuerza de un torbellino. De fuerte pegada, definía muchos de sus combates por la rápida vía del K.O. Su sonrisa espontánea y su gran carisma, también eran un imán que el Torito tenía para atraer multitudes. Era tanta la expectativa que generaban sus peleas, que en la que enfrentó y derrotó por K.O al Tano Venturi, por primera vez se vendieron derechos de transmisión radial para un evento deportivo en Argentina.
Sus formidables resultados en el país en la categoría de peso liviano, demoliendo a sus rivales y permaneciendo invicto, peleando en míticos lugares de la época como la vieja cancha de River (Figueroa Alcorta y Tagle) con 50mil espectadores, le valieron un boleto para probar suerte en la meca del boxeo: Estados Unidos. Antes de partir concurrió a la Casa de Gobierno para despedirse del mismísimo Presidente de la Nación, Don Hipólito Irigoyen. Llegó en barco, y en suelo americano siguió acrecentando su leyenda: En cuatro meses realizó cinco peleas y arrasó a sus rivales. La expectativa de su viaje fue tan grande que el diario Crítica llenó de megáfonos la Avenida de Mayo para qué, vía telefónica, miles y miles de argentinos, sus fanáticos, que se congregaban pudieran escuchar el relato de sus combates. La vida y la carrera de Justo seguían en un vertiginoso ascenso. En el plano personal, estaba enamorado y felizmente casado con una telefonista de Lanús, Pilar Bravo. Su fortuna no paraba de aumentar. Gracias al sideral dinero que Justo generaba y obtenía, sus representantes, José Lectoure e Ismael Pace, pudieron concretar su proyecto de un mega estadio en la ciudad porteña: El Luna Park. Y el primer gran evento de box que allí se realizó, lógicamente, lo protagonizó el héroe de Mataderos, venciendo al chileno Estanislao Loayza, con la presencia del presidente José Félix Uriburu y los príncipes de Inglaterra Eduardo de Windsor y Jorge de Kent. Lo que pocos saben fue lo que sucedido en la mañana de aquel combate: Justo amaneció con un forúnculo en un testículo que le iba a impedir pelear. Le pidió a Lectuore un doctor urgente que le extirpara el grano, sin importar el tremendo dolor, el cual no pudo disimular en el ring. El chileno lo golpeó abajo todas las veces que pudo, pero el Torito lo puso fuera de combate en el tercer round. Hasta allí fue el momento en que su vida transitó en una pendiente ascendente que tocó un pináculo altísimo, para comenzar un declive estrepitoso que lo llevaría a impactar de lleno y sin paracaídas en el suelo.
Emprendió un segundo viaje a Estados Unidos, esta vez en busca del punto más elevado de su carrera: el título mundial de pesos livianos. Tras ser categóricamente campeón argentino y sudamericano, era el cinturón que le faltaba para convertirse definitivamente en una leyenda del boxeo. Aunque no se sabía, ya viajó con el germen de una enfermedad sin cura para la época: la tuberculosis. No se le dio importancia debido a su juventud y su estado de deportista de alto rendimiento. En el ring no se notaba, seguía ganando, pero cuando terminaba las peleas se sentía cansado y fatigado. Ganó los primeros cuatro combates, y todo parecía seguir encaminado para él, pero en su ruta hacía el cetro mundialista, tuvo que enfrentarse con un duro como Billy Petrolle, que no era alguien de renombre, pero se ganaba el pan probando figuras antes de una gran cita. El local fue demasiado y el Torito cayó en nueve asaltos, lo que fue su primera derrota en el campo profesional. La chance de pelear por convertirse en rey de los livianos se había esfumado. Además, también sufría un duro golpe en lo sentimental: su esposa, con el pequeño hijo en común, lo abandonaba, consumando el divorcio. En poco tiempo, en el plano profesional y personal, la vida de Justo entró en un terrero absolutamente lúgubre. Pero lo realmente funesto, fue la confirmación de la letal enfermedad: la tuberculosis. Lo que sobrevino fue todo humillación para el ídolo popular. Volvió a pelear en Argentina en el Luna Park, aún sin techo, lo cual se haría con la recaudación de esa velada, ante Víctor Peralta. La maldita tuberculosis se expresó con claridad: Suárez ya no era el mismo, mostrándose cansado, aturdido y con mucha menos agresividad. Así fue que perdió el título argentino. Después de la pelea con Peralta, Justo Suárez le confesó al recordado periodista uruguayo Eduardo Lorenzo “Borocoto”: “Eduardo, ya no tengo fuerzas, hasta un chico me hubiera ganado”. Seguido, se separó de su representante y mentor, Lectoure. Su última aparición arriba de un ring dejó consternados profundamente a todo un pueblo: fue una pelea ante su amigo Juan Pathenay. Ante el calamitoso estado del Torito, el rival ni atinaba a pegarle, y, así y todo, le ganó. Pathenay lloró por ver en tal desidia a su amigo, el público lloró por ver el ocaso total de su gran ídolo; fue una de las noches negras del deporte argentino.
Sin éxito deportivo, sin dinero, sin esposa e hijo cerca, y con su salud en pésimas condiciones; el hombre que supo acaparar todos los flashes, generar una fortuna, ser amado por todo un pueblo, imbatible arriba del ring; pasaba sus últimos días inmerso en la miseria y en la más oscura y penosa soledad. Se trasladó a Cosquín, Córdoba, donde, con el único cuidado de su hermana, murió el 10 de agosto de 1938, con solo 29 años. Sus últimas palabras fueron: “¿con quién peleo el sábado?” y partió. El mítico periodista Félix Frascara, ´Frascarita´, escribió en El Gráfico: “Peleaba como un valiente, era todo corazón, reía como un niño grande… No supo de artimañas en el ring; no supo de maldades en la vida. Fue siempre bueno: en la humildad, en la opulencia, en la desgracia. Bueno cuando aún no era nada, cuando lo era todo y cuando volvió a ser nada. Sonrió siempre, al camarada y al enemigo. Padeció de una bondad incurable. El destino jugó con él, lo manejó a su antojo, pero él fue incapaz de pelear contra el destino”.
Las paradojas de la vida es que, al revés de varios otros boxeadores que llevaron una vida caótica y desprolija, Justo nunca había fumado, siempre hizo una vida sana, se acostaba temprano, y él mismo, reconoció en su epílogo, no entendía porque lo acosaba esa peste incurable. Sus restos fueron traídos a Buenos Aires desde Cosquín. Cuando el cortejo fúnebre lo conducía al cementerio de la Chacarita, la multitud que lo despedía levantó el cajón y lo llevó hasta el Luna Park para darle el último adiós en el lugar en el cual el Torito de Mataderos había escrito varias de las páginas más gloriosas de su efímera historia. Se iba físicamente, tras una vida vertiginosa y transitar por una montaña rusa de la más empinada: se crío en la pobreza total, llegó a ser millonario, conoció el amor, fue arrollador arriba del ring, movilizó miles y miles de personas; terminó nuevamente en la pobreza, humillado en el ring, en la soledad, con desamor, débil y aislado. Pero lo que dejó, para la eternidad, fue su enorme legado, el del hombre que atravesó todas las clases sociales y se convirtió en el primer gran ídolo popular del deporte, haciendo vibrar a todo un país que lo amará por siempre. Tan mítica se volvió la imagen de Justo, que el mismísimo Julio Cortázar era un gran admirador suyo y le dedicó un cuento corto llamado ´Torito´. Realizó 29 peleas como profesional, 24 ganadas, dos perdidas, un empate y dos sin decisión.